Hoy voy a hablar de un tema siempre controvertido y que, personalmente, me es de sobra familiar: La educación.
En post anteriores, estoy convencida de haber hablado de mis alumnos y, como era de esperar, soy maestra y, además, licenciada en Ciencias de la Actividad Física y el Deporte. Llevo muchos años estudiando estos temas, incluso he investigado sobre ellos.
No quiero aburriros con tediosas definiciones de educación porque, en el fondo, creo que todos tenemos una idea más o menos clara de lo que estamos hablando. No obstante, citaré a mi amigo Antonio (2000 y ss.) que suele decir que la educación es la domesticación de las personas.
Si tenemos en cuenta las definiciones que la Real Academia de la Lengua nos ofrece sobre término domesticar:
tr. Reducir, acostumbrar a la vista y compañía del hombre al animal fiero y salvaje.
tr. Hacer tratable a quien no lo es, moderar la aspereza del carácter.
Podríamos decir que la educación, tal como la entiende Antonio, consistiría en socializar a la persona, esto es, permitirle vivir en compañía del resto de seres humanos.
Todo esto puede parecer muy evidente, pero creo que no existe nada evidente, más allá de las necesidades biológicas propias de cada uno. Al menos, eso parecen demostrar los repetidos incendios provocados que se producen en el parque de detrás de mi casa todos los veranos, las papeleras destrozadas, las pintadas que ensucian las fachadas (no niego que me haya prendado alguna vez de alguna obra de arte callejero, pero es más que excepcional), la basura depositada en lugares en los que no procede... Vamos, que el tema de la convivencia entre personas no está tan claro.
¿Por qué no somos capaces de pensar un poquito en los demás de vez en cuando?
Lo peor es que la juventud (sí, recuerdo el post que escribí) está asilvestrada. Pero no, no es culpa suya, sino de la falta de coherencia y responsabilidad de los padres.
Me da vergüenza ajena ver como los progenitores de algunos chavales se desentienden de ellos. Vivimos en la época de los niños llavero. Los padres los engendran, las madres los paren... ¡Y ya está! Bueno, es cierto, hay que seleccionar adecuadamente las extraescolares, para evitar que estén en la calle mientras trabajamos y darles suficiente dinero para que no molesten el fin de semana. Pero, a parte de la inversión económica, el trabajo ya está hecho. Ahora serán profesores, monitores (de extraescolares, de campamentos, de televisión, de ordenador...), canguros y camellos (por ejemplo) los que tomen la iniciativa para que el niño se integre socialmente y sea un ciudadano crítico y responsable.
Se suele hablar de las desestructuración del modelo de familia, cuando se habla de madres solteras o padres separados. Sin embargo, creo que la raíz del problema no es ésa, sino la falta de responsabilidad por parte de aquellos que se lanzan a la maravillosa aventura de tener hijos.
Tener hijos no es que papá ponga una semillita en mamá y esperemos nueve meses para abrir el bombo sorpresa. Hay que ser responsables.
Pero, claro, luego están las garras del sistema educativo. No sé si os habéis leído alguna vez la legislación educativa. Cada vez está peor redactada, es menos coherente y se invierte menos dinero para dar una educación teóricamente más personalizada. Los alumnos no le importan a nadie, los padres un poco más, por aquello de que votan, los profesores están hasta las narices... Vamos, que el clima no es precisamente el más adecuado para el desarrollo de las potencialidades individuales de las personas. Eso explica los niveles de fracaso escolar. No es que los chavales no den para más, es que no se les enseña más. Seguimos en la edad de piedra de la educación.
En fin, que el tema está chugo. Lo único que podemos hacer es estar ahí, acercarnos a los chavales que tenemos cerca, incentivarlos, ayudarlos con sus problemas y, en última instancia, preguntarnos una cosa cuando llegue el momento: ¿De verdad quiero tener un hijo y me siento capaz de renunciar a lo que haga falta para educarlo en condiciones?
Si la respuesta es sí, tenéis mi bendición.
Dedicado a mis padres.
viernes, julio 29, 2005
martes, julio 19, 2005
Cara y cruz
Hoy voy a exponer mi teoría sobre las virtudes y defectos de las personas. Sé que es un tema un poco peliagudo, porque a nadie le gusta que le recuerden sus defectos, pero, para mí, ambas cosas son las caras de una misma moneda, porque, en última instancia, son la misma cosa. Paso a explicarme.
Mi madre suele decir que todas las personas tenemos virtudes y defectos al 50%. Yo no estoy exactamente de acuerdo, aunque, si hablamos de proporciones, supongo que tiene razón.
El asunto es que yo no creo que las virtudes y los defectos sean cosas diferentes. De hecho, creo que las grandes virtudes de las personas son, a su vez, sus grandes defectos. Por lo que sus pequeñas virtudes son también sus pequeños defectos. Pura lógica.
Por ejemplo, yo tengo un amigo que es la sinceridad hecha persona. Es una gran virtud, desde luego, puesto que siempre puedes confiar en su palabra, ya que es absolutamente transparente y jamás te engañara, aunque duela. Y ése es precisamente su defecto. Es tan sincero, que, a veces, falta un poco a la caridad. Un exceso de sinceridad puede ser muy indigesto para la persona que lo recibe. La diplomacia y la sinceridad no son siempre buenas compañeras de cama, y se nota.
O, yo misma, puedo hacer un buen ejemplo. En general, soy bastante extrovertida cuando estoy cómoda en un sitio (cosa que no siempre sucede). Pero, si estoy en mi terreno (o cerca), me relaciono con la gente sin ningún problema, abordándola, hablándole y relacionándome de un modo muy expontáneo. En principio, esto es algo que algunas personas valoran bastante, puesto que dar el primer paso es, en ocasiones, lo más difícil, y yo lo doy por ellas. Sin embargo, también hay quien lo encuentra excesivo y desagradable, habiendo llegado a definirme como una locomotora que arrolla a las personas en las relaciones sociales.
En fin, buscad ejemplos y veréis como vosotros mismos sois una prueba de esto que digo. La virtud y el defecto están separados por una línea muy fina, que no marcamos nosotros, sino las circunstancias y el entorno y que, por tanto, escapan en ocasiones de nuestro control.
Virtudes y defectos, dos caras de una misma moneda.
Dedicado a Jesús, sin ninguna razón en especial...
domingo, julio 17, 2005
La humanidad
Siento haber tardado tanto en volver a escribir, pero la verdad es que no ando muy inspirada últimamente. De todas formas, voy a intentar plasmar algo en esta página, aunque no sé si no estaré yéndome demasiado de la pinza.
Estaba yo, esta mañana, pensando en la divinidad (sí, soy creyente y muchas veces pienso en esas cosas). En realidad, estaba analizando las principales religiones y haciendo una comparativa entre las tres religiones monoteístas con más peso: El judaísmo, el cristianismo y el islam. No voy a exponer mi disertación sobre estos temas, porque este post no va de eso, pero quiero que os hagáis una composición de lugar.
El caso es que, en un momento dado, analizaba las dos naturalezas de Cristo: Una humana, por ser hijo de mujer, y otra divina, por ser hijo de Dios. La humana es la que le confiere fragilidad, la que le lleva a ser tentado en el desierto, a enfadarse en el templo, a buscar la compañía de sus amigos en la Última Cena, a llorar en Getsemaní y a gritar en la cruz. Sin embargo, su divinidad es la que le permite enfrentarse a la tentación, al pecado, al miedo, al dolor y al sufrimiento.
Por otro lado, hace un momento, terminaba de leer el tomo 2 de Trigun Maximum (Yasuhiro Nightow, 1998), en el que Wolfwood (el predicador) le dice a Vash: Yo soy humano, intentando justificar así su necesidad de defenderse de los demás, pues justo antes había afirmado: Si me siento en peligro, aprieto en gatillo sin dudarlo ni un instante.
Parece que la humanidad tiene que ver con la fragilidad, con la debilidad y, en última instancia, con la muerte. Pero, tampoco podemos quedarnos ahí, en lo limitado de nuestra naturaleza, ya que existe en nosotros algo especial.
Dios creó al hombre a su imagen,
a imagen de Dios lo creó,
macho y hembra los creó.
Génesis 1, 27
Este texto, que es igualmente sagrado para judíos, cristianos y musulmanes, denota que el hombre tiene una dignidad diferente a la de cualquier otra cosa creada, puesto que ha sido modelado a imagen de su Hacedor, de quien se dice es Onmipotente, Omnipresente y Omnisciente. Es decir, que tiene algo especial.
Si su debilidad es lo que le aleja de Dios, entonces, ¿cuál es la fortaleza que le acerca a él?
Dice San Juan en su primera carta: Dios es Amor (1 Jn 4, 8). Y, señores, creo que ésta es la clave. Lo que nos acerca a Dios, lo que nos permite estar por encima del resto de criaturas creadas, no es que seamos inteligentes. Mi perro es inteligente, mi gata es inteligente... Y un simio o un delfín les dan mil vueltas a los dos.
La inteligencia es la capacidad para resolver problemas, lo que nos permite comprender el mundo que nos rodea e interactuar con él. Sin embargo, eso no nos diferencia en absoluto de otros animales, puesto que ellos también entienden el mundo que les rodea y se enfrentan a los problemas que les plantea; aunque sea de una forma más somera y limitada.
Sin embargo, si utilizamos la capacidad de razonamiento lógico, la inteligencia, la capacidad de entender, para definir nuestra naturaleza; limitaremos la influencia del término, excluyendo a las personas demasiado jóvenes (Piaget, 1936, define el comienzo del periodo de operaciones concretas entre los 12 y los 15 años) y a aquellas con un desarrollo intelectual limitado, bien sea por razones biológicas, psicológicas o sociales. Esto implicaría que no todos los homo sapiens sapiens son humanos.
Pero, aunque tendamos a definirnos como animales racionales, al hablar de seres humanos, nos referimos a otra cosa. Para demostrarlo, apelaré al análisis del uso de la palabra inhumano, claro antónimo de humano.
Cuando decimos de alguien que es inhumano, afirmamos que es falto de empatía, de caridad, de piedad, de respeto y, en última instancia, lo que subyace, es que se trata de una persona falta de amor. Amor que puede ir dirigido a personas, animales, cosas o realidades.
En cualquier caso, lo que parece convertirnos en humanos y diferenciarnos de los animales no es, como algunos piensan, nuestra razón, sino nuestra afectividad. ¿Seremos, pues, capaces de desarrollar toda nuestra potencialidad, toda nuestra humanidad, y empezar a amar de verdad, sin tapujos y a todo y todos los que nos rodean; si discriminar a nadie, superando las barreras, las fronteras, las ideologías y los rencores?
Toda la ciencia y tecnología que seamos capaces de desarrollar serán incapaces de hacernos más felices, de crear un mundo mejor. Sin embargo, el Amor tiene la capacidad de romper con todo los antiguo y crear una sociedad nueva, más justa, más ecuánime, más solidaria... Más humana.
Y, ahora, pregúntante. ¿Te crees humano? ¿Te sientes humano? ¿Te atreverás a amar?
Dedicado a Nacho, cuyas ideas me ilustran.
Estaba yo, esta mañana, pensando en la divinidad (sí, soy creyente y muchas veces pienso en esas cosas). En realidad, estaba analizando las principales religiones y haciendo una comparativa entre las tres religiones monoteístas con más peso: El judaísmo, el cristianismo y el islam. No voy a exponer mi disertación sobre estos temas, porque este post no va de eso, pero quiero que os hagáis una composición de lugar.
El caso es que, en un momento dado, analizaba las dos naturalezas de Cristo: Una humana, por ser hijo de mujer, y otra divina, por ser hijo de Dios. La humana es la que le confiere fragilidad, la que le lleva a ser tentado en el desierto, a enfadarse en el templo, a buscar la compañía de sus amigos en la Última Cena, a llorar en Getsemaní y a gritar en la cruz. Sin embargo, su divinidad es la que le permite enfrentarse a la tentación, al pecado, al miedo, al dolor y al sufrimiento.
Por otro lado, hace un momento, terminaba de leer el tomo 2 de Trigun Maximum (Yasuhiro Nightow, 1998), en el que Wolfwood (el predicador) le dice a Vash: Yo soy humano, intentando justificar así su necesidad de defenderse de los demás, pues justo antes había afirmado: Si me siento en peligro, aprieto en gatillo sin dudarlo ni un instante.
Parece que la humanidad tiene que ver con la fragilidad, con la debilidad y, en última instancia, con la muerte. Pero, tampoco podemos quedarnos ahí, en lo limitado de nuestra naturaleza, ya que existe en nosotros algo especial.
a imagen de Dios lo creó,
macho y hembra los creó.
Génesis 1, 27
Este texto, que es igualmente sagrado para judíos, cristianos y musulmanes, denota que el hombre tiene una dignidad diferente a la de cualquier otra cosa creada, puesto que ha sido modelado a imagen de su Hacedor, de quien se dice es Onmipotente, Omnipresente y Omnisciente. Es decir, que tiene algo especial.
Si su debilidad es lo que le aleja de Dios, entonces, ¿cuál es la fortaleza que le acerca a él?
Dice San Juan en su primera carta: Dios es Amor (1 Jn 4, 8). Y, señores, creo que ésta es la clave. Lo que nos acerca a Dios, lo que nos permite estar por encima del resto de criaturas creadas, no es que seamos inteligentes. Mi perro es inteligente, mi gata es inteligente... Y un simio o un delfín les dan mil vueltas a los dos.
La inteligencia es la capacidad para resolver problemas, lo que nos permite comprender el mundo que nos rodea e interactuar con él. Sin embargo, eso no nos diferencia en absoluto de otros animales, puesto que ellos también entienden el mundo que les rodea y se enfrentan a los problemas que les plantea; aunque sea de una forma más somera y limitada.
Sin embargo, si utilizamos la capacidad de razonamiento lógico, la inteligencia, la capacidad de entender, para definir nuestra naturaleza; limitaremos la influencia del término, excluyendo a las personas demasiado jóvenes (Piaget, 1936, define el comienzo del periodo de operaciones concretas entre los 12 y los 15 años) y a aquellas con un desarrollo intelectual limitado, bien sea por razones biológicas, psicológicas o sociales. Esto implicaría que no todos los homo sapiens sapiens son humanos.
Pero, aunque tendamos a definirnos como animales racionales, al hablar de seres humanos, nos referimos a otra cosa. Para demostrarlo, apelaré al análisis del uso de la palabra inhumano, claro antónimo de humano.
Cuando decimos de alguien que es inhumano, afirmamos que es falto de empatía, de caridad, de piedad, de respeto y, en última instancia, lo que subyace, es que se trata de una persona falta de amor. Amor que puede ir dirigido a personas, animales, cosas o realidades.
En cualquier caso, lo que parece convertirnos en humanos y diferenciarnos de los animales no es, como algunos piensan, nuestra razón, sino nuestra afectividad. ¿Seremos, pues, capaces de desarrollar toda nuestra potencialidad, toda nuestra humanidad, y empezar a amar de verdad, sin tapujos y a todo y todos los que nos rodean; si discriminar a nadie, superando las barreras, las fronteras, las ideologías y los rencores?
Toda la ciencia y tecnología que seamos capaces de desarrollar serán incapaces de hacernos más felices, de crear un mundo mejor. Sin embargo, el Amor tiene la capacidad de romper con todo los antiguo y crear una sociedad nueva, más justa, más ecuánime, más solidaria... Más humana.
Y, ahora, pregúntante. ¿Te crees humano? ¿Te sientes humano? ¿Te atreverás a amar?
Dedicado a Nacho, cuyas ideas me ilustran.
jueves, julio 07, 2005
Luz, fuego, destrucción
11 de septiembre de 2001: Dos aviones colisionan contra dos torres en Nueva York. El mundo queda conmocionado por el atentado más sangriento de la historia, en el que unas 2000 personas mueren al desplomarse las Torres Gemelas.
11 de marzo de 2004: Tres explosiones en la red ferroviaria de Madrid siegan la vida de casi 200 personas. Europa se enfrenta al peor atentado terrorista de su historia.
7 de julio de 2005: Seis explosiones sacuden el metro y la red de autobuses de Londres. Los terroristas vuelven a dejarse sentir, tras la elección de la ciudad como sede de los Juegos Olímpicos del 2012.
Una vez más, los violentos demuestran que no tienen razón de la única manera que saben hacerlo: Matando, destrozando vidas, hiriendo a las personas en el cuerpo y en el corazón.
Cuando me he enterado de la noticia, me he acordado de los atentados de Nueva York y Madrid. Por un momento, he vuelto a sentir la tristeza de quien no comprende por qué pasan las cosas; porque no puedo entender cómo una persona puede robarle los sueños, la ilusión, la esperanza y la vida otra. Sencillamente, no lo entiendo.
Tuve una vez un profesor de religión que solía decirnos que el terrorismo es el miedo y el odio que siembran los violentos en el corazón de los niños. Es una semilla venenosa que crece y fructifica de la única manera que puede: En forma de injusticia y atropello.
Y yo me pregunto, ¿quién tiene más culpa, el que empuña el arma, o el que inculca el odio en los corazones de las personas? ¿Quién pierde más, el que muere, o el que vive sin conciencia, sin amor, sin sentimientos...?
La mayor injusticia de todo esto no es que hayan personas que mueren, que es algo terrible, sin duda alguna; sino que seguimos envenenando corazones, continuamos llenándolos con la ponzoña del rencor y el odio, la semilla de la violencia sigue siendo esparcida entre niños y mayores. ¡Cuánta tristeza! ¡Qué hondo el llanto de la vida y el futuro!
Recuerdo un día de agosto, allá en el 2004. Yo estaba en Santiago, como muchos otros, y un chico nos contaba con lágrimas en los ojos cómo vivió él el 11 de marzo. Su hermano iba en uno de los trenes y no lo encontraban. Su padre y su hermano fueron al IFEMA (donde se montó el macro-centro forense en el que la gente identificaba los cadáveres de sus amigos y familiares) con la esperanza de no encontrarle. Ya no se podía hacer nada más. No cogía el móvil, nadie le había visto, no estaba en ningún hospital... Allí lo encontraron. Solo. Destrozado. Muerto.
En el 2003, en Cuatro Vientos, otro muchacho, un poco más mayor, contaba cómo vivieron en su casa la muerte de su hermano en un atentado de IRA en Inglaterra. Estaba tomando algo con unos amigos en un bar, pero una bomba le robó la vida.
Y, ¿qué hicieron? Llorar, lloraron mucho. Comprender, no comprendieron nada. Aceptar, no querían aceptarlo, aunque aprendieron a hacerlo. Rezar, rezaron desde el primer momento: Primero, para que no fuera verdad; luego, para ser capaces de aceptarlo; finalmente... Finalmente, para no odiar a quienes les habían robado una de las cosas que más querían; y eso fue lo que más me impactó. Rezaron por su hermano, por su familia, por el resto de fallecidos, pero también por los asesinos; para que se dieran cuenta de que así no iba a llegar a ninguna parte, para que comprendieran que el sentido de la vida nunca se encuentra en el odio, sino en el amor.
No sé si sois capaces de comprender lo que eso significó para mí. Yo, que me enfado cuando alguien se equivoca, que no acepto los errores de los demás, que soy rencorosa en cosas absolutamente banales; me encontré con unas personas capaces de perdonar a alguien que les había quitado algo que jamás podrían compensarles todos los pésames, indemnizaciones y muestras de solidaridad del mundo.
En base al ejemplo de esas personas, intento no enfadarme por tonterías, aunque no siempre lo consigo. Lucho por aceptar a los demás como son, aunque no siempre es fácil. Procuro que el rencor no me pueda, aunque a veces emponzoñe mi corazón. Pero, sobre todo, antes de todo lo demás, intento perdonar a los demás en sus errores, y a mí misma también; porque, a veces, no hay juez más duro e injusto que uno mismo.
Creo que todos tenemos mucho que aprender de esos dos madrileños. Ojalá todos entendamos algún día que todos somos iguales: Pequeños, frágiles, maravillosos y únicos. No hay buenos y malos, sólo personas más y menos afortunadas. Sinceramente, prefiero morir, que vivir atrapada en mi odio y mi rencor. Cada uno elija lo que quiera.
Dedicado a todas las víctimas del terrorismo, que no son sólo los caídos.
11 de marzo de 2004: Tres explosiones en la red ferroviaria de Madrid siegan la vida de casi 200 personas. Europa se enfrenta al peor atentado terrorista de su historia.
7 de julio de 2005: Seis explosiones sacuden el metro y la red de autobuses de Londres. Los terroristas vuelven a dejarse sentir, tras la elección de la ciudad como sede de los Juegos Olímpicos del 2012.
Una vez más, los violentos demuestran que no tienen razón de la única manera que saben hacerlo: Matando, destrozando vidas, hiriendo a las personas en el cuerpo y en el corazón.
Cuando me he enterado de la noticia, me he acordado de los atentados de Nueva York y Madrid. Por un momento, he vuelto a sentir la tristeza de quien no comprende por qué pasan las cosas; porque no puedo entender cómo una persona puede robarle los sueños, la ilusión, la esperanza y la vida otra. Sencillamente, no lo entiendo.
Tuve una vez un profesor de religión que solía decirnos que el terrorismo es el miedo y el odio que siembran los violentos en el corazón de los niños. Es una semilla venenosa que crece y fructifica de la única manera que puede: En forma de injusticia y atropello.
Y yo me pregunto, ¿quién tiene más culpa, el que empuña el arma, o el que inculca el odio en los corazones de las personas? ¿Quién pierde más, el que muere, o el que vive sin conciencia, sin amor, sin sentimientos...?
La mayor injusticia de todo esto no es que hayan personas que mueren, que es algo terrible, sin duda alguna; sino que seguimos envenenando corazones, continuamos llenándolos con la ponzoña del rencor y el odio, la semilla de la violencia sigue siendo esparcida entre niños y mayores. ¡Cuánta tristeza! ¡Qué hondo el llanto de la vida y el futuro!
Recuerdo un día de agosto, allá en el 2004. Yo estaba en Santiago, como muchos otros, y un chico nos contaba con lágrimas en los ojos cómo vivió él el 11 de marzo. Su hermano iba en uno de los trenes y no lo encontraban. Su padre y su hermano fueron al IFEMA (donde se montó el macro-centro forense en el que la gente identificaba los cadáveres de sus amigos y familiares) con la esperanza de no encontrarle. Ya no se podía hacer nada más. No cogía el móvil, nadie le había visto, no estaba en ningún hospital... Allí lo encontraron. Solo. Destrozado. Muerto.
En el 2003, en Cuatro Vientos, otro muchacho, un poco más mayor, contaba cómo vivieron en su casa la muerte de su hermano en un atentado de IRA en Inglaterra. Estaba tomando algo con unos amigos en un bar, pero una bomba le robó la vida.
Y, ¿qué hicieron? Llorar, lloraron mucho. Comprender, no comprendieron nada. Aceptar, no querían aceptarlo, aunque aprendieron a hacerlo. Rezar, rezaron desde el primer momento: Primero, para que no fuera verdad; luego, para ser capaces de aceptarlo; finalmente... Finalmente, para no odiar a quienes les habían robado una de las cosas que más querían; y eso fue lo que más me impactó. Rezaron por su hermano, por su familia, por el resto de fallecidos, pero también por los asesinos; para que se dieran cuenta de que así no iba a llegar a ninguna parte, para que comprendieran que el sentido de la vida nunca se encuentra en el odio, sino en el amor.
No sé si sois capaces de comprender lo que eso significó para mí. Yo, que me enfado cuando alguien se equivoca, que no acepto los errores de los demás, que soy rencorosa en cosas absolutamente banales; me encontré con unas personas capaces de perdonar a alguien que les había quitado algo que jamás podrían compensarles todos los pésames, indemnizaciones y muestras de solidaridad del mundo.
En base al ejemplo de esas personas, intento no enfadarme por tonterías, aunque no siempre lo consigo. Lucho por aceptar a los demás como son, aunque no siempre es fácil. Procuro que el rencor no me pueda, aunque a veces emponzoñe mi corazón. Pero, sobre todo, antes de todo lo demás, intento perdonar a los demás en sus errores, y a mí misma también; porque, a veces, no hay juez más duro e injusto que uno mismo.
Creo que todos tenemos mucho que aprender de esos dos madrileños. Ojalá todos entendamos algún día que todos somos iguales: Pequeños, frágiles, maravillosos y únicos. No hay buenos y malos, sólo personas más y menos afortunadas. Sinceramente, prefiero morir, que vivir atrapada en mi odio y mi rencor. Cada uno elija lo que quiera.
Dedicado a todas las víctimas del terrorismo, que no son sólo los caídos.
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