lunes, octubre 10, 2005

Que llueva, que llueva...

Ayer observaba el cielo con un aliento de esperanza. Poco a poco, su color se tornaba oscuro y los negros nubarrones tomaban posiciones, preparados para descargar todo su arsenal a la señal convenida.

Conducía por la M-40 (una de las carreteras de curcunvalación de la capital de España). Justo antes de entrar en los puentes de El Pardo, unas gotas mojaron el cristal a través del cual miraba la vía. Una gran ilusión se adueñó de mi ser y di gracias a Dios de pensar que al otro lado del oscuro conducto encontraría más destellos del anhelado líquido a mi paso. Sin embargo, no fue tal mi suerte y, al final del tunel no había más que una secana oscuridad en ciernes.

Esta mañana, al mirar por la ventana, la oscuridad del día que aún no ha nacido no me permitía ver el techo de algodón grisaceo que cubría el cielo, pero una parte de mí (concretamente mi rodilla izquierda) me decía que el día prometía unas nuevas gotas de alegría.

A lo largo de la jornada, el suelo se iba mojando con lo que los del norte llamamos "chirimiri" y los del sur "calabobos". No obstante, no perdía la esperanza de ver caer el agua sobre mí como el llanto de una madre que reencuentra a un hijo que daba por perdido.

Al salir del metro, justo antes de montar en el autobús que me traería a mi hogar, el agua ya empapaba con despiadada calma a todos aquellos que osaban ponerse bajo el cielo que la había sostenido. Tanto es así, que el autobús lanzaba llamaradas de agua a las aceras en el tramo de Ciudad Escolar. Una auténtica piscina natural, ahora que se ha prohibido llenar las que construimos en nuestras casas.

Al llegar a mi parada, he sacado el paraguas que con tanta esperanza había dejado caer al fondo de la mochila y, compartiéndolo con otro pasajero en el que jamás había reparado, hemos cruzado la calle, en medio del concierto de percusión de las gotas cayendo y compartiendo la alegría de ver cómo se nos vuelve a bendecir con este líquido elemento.

Dicen que las cosas no se valoran hasta que no se pierden. Ojalá no tengamos que perder ninguna para darnos cuenta de lo mucho que la apreciamos. Hoy es el agua, pero también es ese árbol plantado delante de tu ventana, el gorrión que roba trozos de pan de la terraza del vecino, el amigo que te encuentras por la calle cuando vienes de entrenar, tu hermana que llega después de clase con aspecto cansado, tu madre que prepara la cena canturreando una canción, tu padre tocando la puerta de tu habitación para recordarte que no vives en una pensión... Tantas cosas que nos parecen tan normales que pensamos que siempre estarán ahí. ¿Y si no? Apreciemos lo que tenemos hoy, que mañana habrá más cosas por las que dar las gracias.


Dedicado a Teresa y Juan José, mi hermanita y mi cuñado. Os quiero.

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