lunes, octubre 17, 2005

Un beso y un adiós

En esta ocasión, quiero empezar dedicando la entrada a Jorge, un amigo que se ha marchado y que ya no volverá. Por supuesto, nos reencontraremos algún día, pero ya no seremos los mismos, porque nuestras vidas serán diferentes. Será cuando yo cruce la gran barrera que él ya ha atravesado y llegué al lugar en que él ya se encuentra.

La última vez que le vi fue el viernes pasado en la parada del autobús, cuando volvía de pasar la tarde con mis amigos en Madrid. Le saludé, pero iba pensando en sus cosas y no me contestó. No le di mayor importancia. ¿Cómo iba a saber que nuestro último encuentro sería ese día, en esa parada de autobús?

Es curioso como una persona puede salir de tu vida cuando menos te lo esperas. He tardado unos cuantos días en conseguir ser consciente de lo que ha sucedido. Cuando sabes que alguien está pronto a dejarte, sueles prepararte y saber lo que ocurre cuando el momento llega. No es este caso y, precisamente por eso, me ha costado comprender, entender, aceptar..., que ya no nos encontraremos por la calle, que no nos veremos en la parroquia y que no volveremos a ir de peregrinación juntos.

Muchos recuerdos se agolpan en mi mente, y no todos ellos agradables. A veces me ponía muy nerviosa, porque siempre quería hacer todo a su manera, sin contar con que pudiera haber más personas a su alrededor que no podían depender de él. Sin embargo, le tenía ese cariño propio de aquellos que se conocen en la oración, en lugar de en la conversación. Supongo que casi ninguno entenderéis a qué me refiero, porque sé que no profesais mi religión o no vivís la fe de la misma manera que yo lo hago, pero no sería capaz de definirlo de otro modo. Es un sentimiento profundo, porque no nace de la razón, sino del corazón; no hay razones para quererle, sólo cariño.

Todos los días se extinguen montones de vidas en las que no reparamos. Cuando voy a misa entre semana y veo que hay un funeral, pienso en la familia del difunto, pero no profundizo en la realidad de la pérdida. Eso es lo más duro: Saber que pasará mucho tiempo, toda nuestra vida, para volver a ver al ser querido que se ha marchado.

Siempre he pensado que tiene que ser muy duro vivir para aquellos que piensan que al final del camino sólo hay oscuridad de muerte, esa dama temida y respetada que pocos se atreven a mirar a los ojos y a la que ninguno puede escapar, por mucho que corra. Si no hay nada más allá, no nos enteraremos es el único consuelo que queda...

Pero yo creo que no es así, que hay una luz al final del camino y que, cuando lleguemos a ella, nos encontraremos ante una puerta que tendremos que atravesar. El peaje será nuestra vida y el destino, la plena conciencia de lo que hemos sido, somos y seremos. Para unos será el Cielo de saber que su vida ha tenido sentido y de que han conseguido llegar a la cima de la montaña, que no son las riquezas materiales, sino el Amor. Para otros, será el purgatorio de los que hicieron lo que pudieron, pero encontraron excusas para no poder demasiadas cosas; no sabiendo ser plenamente felices ni en esta vida, ni en la otra. Para los que queden será el infierno de haber desperdiciado la vida, no haber sabido ser feliz, haber puesto su corazón en cosas inútiles...; lo que el Evangelio llama el llanto y el rechinar de dientes.

En cualquier caso, a la puerta llegaremos todos y, tras cruzarla, nos encontraremos con aquellos que la alcanzaron antes que nosotros. Uno de ellos será Jorge, que nos ha precedido en el camino hacia el Cielo, subiendo por la escala que nos lanzaron desde arriba, ésa que tiene forma de cruz. Algún día nos encontraremos, pero debemos estar preparados, porque no sabemos el día ni la hora.

Y no, no tengáis miedo, como decía Juan Pablo II. La muerte será el principio de una nueva aventura.

Dedicado a Jorge. Dios te guarde y te bendiga.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Mi más sincero pésame. Yo pasé por una experiencia similar, sólo que aún más dura por encontrarme en el lugar y el momento justo para ver el fin de un ser querido, sin yo esperármelo siquiera. Sinceramente, fue tan repentino, tan inesperado, tan rápido, tan... increíble, que no pensé. Y no he pensado desde entonces. No lloré, ni he llorado. Puede que un día por fin comprenda completamente el significado de esa pérdida, y será el día que sea lo suficientemente sabio como para conocerme a mí mismo y aceptar mis propios sentimientos.