sábado, julio 07, 2012

Con la muerte en los talones

Todo empezó el miércoles pasado, cuando una llamada perdida de mi padre me mosqueó por la hora y lo infrecuente. Pensé que igual había pasado algo, pero como sólo tenía esa llamada, no había insistido, ni me había llamado nadie más, pensé: "Será cualquier chorrada."

Cuando le llamé no cogía, así que esperé a que me llamara él.

Su llamada llegó conmigo de camino al parque con las dos pequeñas. ¿El mensaje? "Se ha muerto tu prima."

Una prima mía que estaba sana y lozana como una manzana había tenido un accidente y había muerto. Una chica joven, de 34 años, con un montón de ilusiones y sueños que no llegarían a realizarse.

Al día siguiente, mi padre volvió a llamarme. Esta vez, quería hablar de nuestro perro. La verdad es que lo vi venir y estaba todo lo preparada que se puede estar para estas cosas.

Hace unos meses, mi padre y yo habíamos hablado de ese día, y él sabía que yo quería estar allí, acompañando al amigo que tantas veces me había hecho compañía a mí en lo bueno y en lo malo. Lo consideraba mi responsabilidad: Mi perro para lo bueno y para lo malo.

Al día siguiente, después de la hora de cerrar, llegamos a nuestro veterinario e hicimos lo que había que hacer. Fue duro, pero a la luz de lo de mi prima, una coge perspectiva y, aunque era un perro maravillosos, era eso: Sólo un perro.

Esa reflexión es muy racional y, como he dicho, te da perspectiva, pero la tristeza, la sensación de pérdida... los sentimientos en general, no es que sean muy racionales.

El lunes, pasadas ya estas desgracias, mi madre apareció por sorpresa en casa para ver a sus nietas. No llevaba una hora cuando le llamó una amiga suya. El hermano de una de mis mejores amigas de la infancia había muerto (la amiga le llamaba porque había sido compañero de clase de mi hermano y de su hijo) y querían quedar con mi madre para ir al tanantorio.

Ni cortas ni perezosas, nos organizamos para ir al pueblo donde viven mis padres (donde estaba el tanatorio) e ir a presentar nuestros respetos. Mi hija mayor se quedó con su tío, pero la pequeña no hubo dónde dejarla, así que mi madre y yo nos turnamos para entrar a dar pésames, abrazos y mensajes de apoyo.

Cuando, en menos de una semana, te pasan todas estas cosas, no puedes dejar de pensar en todas las caras que tiene la muerte.

Dos personas jóvenes, con una vida llena de ilusiones y proyectos por delante. En un caso, sin avisar; en el otro, tras dos años de lucha contra la leucemia. Dos vidas, dos dramas, dos familias hechas polvo, montones de amigos desolados...

Podría ser yo, pero también mi marido, o alguna de mis hijas. Podrían ser mis hermanos, mis padres. Podría ser cualquiera de nuestros amigos, compañeros de trabajo, vecinos.

La muerte no distingue. No entiende de edades, clases sociales, nivel educativo... Cuando llega, llega y ya está. No hay marcha atrás. Es irrevocable.

La maleta hecha. Eso es lo que se suele decir a las personas que creen en Dios y en una vida postmortem. La maleta hecha "porque no sabemos el día ni la hora."

Pero, ¿y para la muerte de los que amamos? ¿Podemos estar preparados para eso?

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